El concepto de ’emisiones’ ha cambiado. Hemos pasado de exigir que los coches superen un pequeño examen a interesarnos por cuánto emiten exactamente en el mundo real. Y la pregunta es… ¿es posible lograr reducir esas emisiones hasta un nivel prácticamente imperceptible?
Antes del incidente de las emisiones de los vehículos diésel, parecía que todo estaba bajo relativo control. Existía una normativa de emisiones, que imponía que cualquier coche debía superar un examen de homologación en el que se medían sus emisiones de gases contaminantes. Si el coche en cuestión superaba el examen, recibía la denominada Homologación Tipo: el carnet que autorizaba su venta en toda la Unión Europea.
La experiencia nos ha enseñado que este sistema no era tan ideal y estricto como nos hubiera gustado. Por un lado, el ciclo de conducción que se recorría durante la homologación no era ‘representativo’ –o, en otras palabras, era absurdamente benévolo en comparación con la clase de conducción que practica un conductor normal en una situación de tráfico cotidiano–. Por otro lado, los límites impuestos no perseguían garantizar que las emisiones de los coches resultaban inocuas, sino que estaban orientados a reducir progresivamente los niveles de emisiones… pero siempre dentro de lo viable desde el punto de vista de las limitaciones tecnológicas y económicas existentes. Es decir: se asumía que los niveles de emisiones eran elevados y nocivos, y se legislaba para reducirlos progresivamente… pero no dentro de lo necesario, sino de lo posible.
Después, el hecho –perfectamente esperable– de que los fabricantes apuraran todos y cada uno de los resquicios legales que brindaba la norma –en algo que podríamos describir como ‘ingeniería de emisiones’ en analogía al eufemismo de ‘ingeniería financiera’– condujo a niveles de contaminantes superiores a lo esperado. Y finalmente, el que algunas marcas decidieran atreverse a directamente hacer trampas consiguió que este frágil sistema para controlar las emisiones contaminantes saltara por los aires.
La situación –con coches con niveles de emisiones varios órdenes de magnitud por encima de los valores límite permitidos en laboratorio– ha sido lo bastante grave como para forzar a la Unión Europea a actuar con rapidez –algo inédito tratándose de políticos–, adoptando medidas relativamente radicales –al menos, en comparación con la laxitud que se vivía hasta hace un par de años–. El ciclo de homologación se ha endurecido, y se ha añadido una prueba en mundo real –RDE– para comprobar que existe cierta correlación entre los valores de emisiones exigidos en laboratorio y los que después van a generar los coches en la calle.
Sin embargo, y a pesar de lo exigente de las medidas, las cuestiones de fondo siguen sin estar resueltas. ¿Qué nivel máximo de emisiones debería garantizar un coche para poder estar razonablemente seguros de que no tienen un impacto negativo sobre la salud? Y más importante todavía… ¿es técnicamente posible lograr que, en cualquier momento y circunstancia de utilización, las emisiones contaminantes de ese coche se sitúen por debajo de esos valores máximos?
Ese es el desafío al que pretende dar solución el concepto de Zero Impact Emissions: diseñar coches con motor térmico dotados de todas las tecnologías necesarias para que funcionen sin perjudicar a la salud, con independencia de las condiciones externas y el estilo de conducción. Coches que contaminen poco tanto en frío como cuando se les conduce de forma agresiva. Coches que, más allá de tener unas emisiones medias por debajo de los límites establecidos, presenten unas emisiones máximas que se sitúen holgadamente por debajo de esos límites. Es decir: coches que, por primera vez, sean realmente limpios.
Por supuesto, es lógico que el ciudadano medio desconfíe. Al fin y al cabo, ya le han engañado una vez, y lo han hecho con premeditación y alevosía… ¿por qué volver a confiar en los mismos agentes? Sin embargo, existen algunos argumentos que pueden justificar el darle un último voto de confianza a los fabricantes. Primero, nunca se ha intentado. Sobre todo porque la normativa jamás se lo ha exigido. Segundo, ahora contamos con dispositivos para medir las emisiones en el mundo real, y organizaciones más que dispuestas a hacerlo. Y tercero, lo razonable sería apostar por la solución optima de entre todas las posibles, consiguiendo una transición ordenada del coche convencional al eléctrico… aunque, por supuesto, verificando de forma obsesiva que esas emisiones se mantienen por debajo de lo perceptible.
1. Emisión vs inmisión
Las emisiones miden la cantidad de contaminantes que produce un coche al circular, y se evalúan en masa de contaminante por kilómetro recorrido. Por ejemplo, la norma Euro establece como límite para el NOx una media de 80 mg/km durante la prueba del ciclo WLTP. La inmisión es la cantidad de contaminante a la que está expuesto un ser vivo. Por ejemplo, la OMS establece que concentraciones de NOx inferiores a 40 microgramos/m3 de aire no tienen un efecto negativo sobre la salud. Se trata de un límite muy bajo. Para ponerlo en contexto, los protocolos anticontaminación de Madrid se activan cuando tres estaciones de medición superan los 180 microgramos/m3 de NOx.
2. El desafío
Estamos ante un doble desafío. Por un lado, es necesario establecer la correlación entre emisiones e inmisión para determinar cuánto puede emitir un coche sin llegar a provocar que se supere el límite de inmisión en una zona. No es una tarea sencilla, porque hay que considerar las emisiones de fondo –las que no proceden del tráfico rodado–, la cantidad de coches que caben en un ‘lugar conflictivo’ de una ciudad y sus velocidades medias en los momentos de máxima intensidad circulatoria. Es tan complejo que, hasta ahora, nadie lo había intentado.
Sin embargo, estudios de Robert Bosch –un proveedor– y por otro de Joint Reseach Centre –un instituto de la UE– en colaboración con la Universidad de Estrasburgo y el Instituto Belga de Investigación Tecnológica, han comenzado a hacerlo. Los cálculos se ha realizado para zonas ‘conflictivas’ de ciudades como Roma, París y, sobre todo, Stuttgart. Las conclusiones, que podrían ser extrapolables a otros entornos urbanos similares –como, por ejemplo, Madrid– es que cada mg/km de NOx equivale a un incremento en la inmisión de alrededor de un microgramo/m3 de NOx. Si estos cálculos fueran correctos, una vía ‘conflictiva’ debería soportar tráfico con hasta 200 mg/km de NOx sin que se llegase a superar el límite de lo saludable. Y el motivo por el que se superan holgadamente esos niveles es que el tráfico actual se encuentra muy por encima de ese límite.
3. Los momentos peliagudos
Existen tres problemas con las cifras de emisiones. El primero es que, incluso en el caso de la prueba de mundo real o RDE, nunca hablamos de emisiones puntuales, sino de emisiones medias. Es decir, si por ejemplo un modelo diésel moderno supera el test RDE con unas emisiones medias inferiores a 168 mg/km, eso implica que durante varias fases del ciclo está emitiendo mucho más que esa cifra –y durante otras, mucho menos–. La gráfica inferior ilustra el mejor y el peor dato obtenido en varios test de emisiones en el mundo real llevados a cabo en Sttutgart por Bosch empleando un compacto con motor diésel de 1.6 litros de cilindrada. Las emisiones medias del peor caso se quedan en 138 gr/km –es decir, aprobaría con holgura el RDE actual con la norma 6d-Temp y casi aprobaría el definitivo, con la norma Euro 6d-final, que implica un factor de conformidad de 1,4 y un límite de NOx de 112 mg/km–. Sin embargo, durante la fase de calentamiento del motor, las emisiones se sitúan en 900 mg/km, y durante las fases de aceleración fuerte y de circulación a alta carga, rondan los 500 y los 250 mg/km respectivamente.
Por contra, durante las fases en las que el sistema de tratamiento de gases de escape funciona en condiciones óptimas, las emisiones de NOx son tan bajas que se pueden comparar a las de un motor de gasolina moderno, y resultan prácticamente despreciables. Obviamente, es sobre esas fases del funcionamiento del motor sobre las que hay que intervenir si pretendes construir un propulsor que tenga un impacto nulo sobre la calidad del aire.
4. Cambio de paradigma
Cubrir esas lagunas del funcionamiento de un motor de combustión es posible, pero hace falta cambiar radicalmente la forma de trabajar, y aplicar herramientas y estrategias de gestión completamente nuevas, no orientadas a superar un examen con preguntas conocidas como es el test WLTP, sino a que el motor y el sistema de tratamiento de gases de escape funcionen de forma óptima el 100% del tiempo.
Las emisiones: un problema puntual
Esta gráfica está adaptada de un documento de Bosch sobre Zero Impact Emissions. Es el resultado de repetir más de una decena de veces un recorrido urbano por Stuttgart con un 1.6 TDI. Nos hemos quedado con el mejor y el peor resultado. Como puedes comprobar, los diésel no son sucios ‘en general’, sino que el problema se concentra en momentos puntuales. Y la idea es aplicar estrategias específicas para atajar esos momentos.
La electrificación será clave
Dado que el problema de emisiones de los motores modernos se circunscribe a momentos puntuales, una forma de disminuir esas emisiones es reducir –o incluso evitar– el funcionamiento del motor durante esos momentos, utilizando la electrificación. Gracias al empleo de un motor eléctrico de apoyo, es posible calentar el propulsor térmico de forma progresiva y eficaz y reducir el efecto de los transitorios –los momentos en los que se acelera mucho para conseguir buenas prestaciones– y de la aceleración a plena carga con el catalizador frío. La idea es utilizar el motor eléctrico para suavizar la curva de funcionamiento del propulsor térmico y que el caudal de contaminantes que se genere cuadre con la masa que puede tratar el catalizador a la temperatura a la que se encuentra.
Todos serán ECO o Cero
Es lógico que el escándalo de las emisiones de los motores diésel despierte el miedo de que este concepto de Zero Emissions Impact se traduzca en otro engaño a los consumidores. De entrada, todos estos vehículos van a incorporar alguna clase de electrificación, de manera que van a ser considerados como modelos ECO. Dado que la etiqueta CERO depende de la autonomía eléctrica, es improbable que logren acceder a esta distinción… aunque en cierto modo podrían merecerla.
Cuáles son los retos para los motores de gasolina
El principal problema con los motores de gasolina modernos, dotados de inyección directa, son las partículas, que requieren de la incorporación de un filtro.
La combustión de la gasolina genera mucho menos NOx que la del gasóleo, pero si el objetivo es que las cantidades sean despreciables, niveles moderados de emisiones son inaceptables. Además, al carecer de un sistema específico de reducción de NOx en el escape, la realidad es que un gasolina actual produce cantidades similares a las de un buen diésel y superiores, cuando funciona en frío, a los 80 mg/km de media que impone el WLTP para la prueba en laboratorio.
La receta para los gasolina pasa por combinar el ciclo Miller –para enfriar la mezcla: retrasar 30º el cierre de la admisión se traduce en una reducción de hasta el 25 % en la temperatura de los gases de escape que repercute en hasta un 50 % menos de emisiones de NOx – con inyección tardía de combustible a muy alta presión -motor lo más adiabático posible–, turbo de geometría variable –para mejorar los transitorios– y función de marcha a vela –circular con motor desconectado y punto muerto para evitar que se enfríe el catalizador al circular cuesta abajo–. El 1.5 TSI Evo de Volkswagen emplea todas estas tecnologías –además de contar con desconexión de cilindros– y es un buen primer paso hacia la el concepto de Zero Impact Emissions.
Emplear gas natural –como en el caso del 1.5 TGI de Volkswagen– simplifica mucho más todo el proceso: apenas se generan partículas, y su combustión genera entre un 50% y un 85% menos NOx que la gasolina.
Cuáles son los principales retos de los motores diesel hacia las “cero emisiones”
Conseguir neutralizar las emisiones de un motor diésel es bastante más complicado. Las de partículas están controladas por el filtro correspondiente. En cuanto a las de óxidos de nitrógeno, la primera línea de defensa es la recirculación avanzada; hay que emplearla para diluir el aire de admisión con tantos gases de escape ‘limpios’ como sea posible. Por supuesto, hay que emplear un catalizador de NOx, pero además hay que mantenerlo a la temperatura de funcionamiento de forma permanente. El primer paso, va a ser calentarlo cuanto antes. Eso va a requerir, o bien un calefactor eléctrico, o bien invertir cierta cantidad de combustible en generar calor y lograr que ese calor puentee el turbo –con un bypass–y llegue directamente al catalizador. Por supuesto, una vez caliente, tenemos que mantener la temperatura, de manera que es necesario contar con tres sistemas.
Primero, un Stop&Start efectivo, porque cada revolución del motor sin inyección de combustible va a enfriar el catalizador. Por la misma razón, se necesita un cambio automático con modo de circulación a vela. Y en tercer lugar, va a ser necesario hibridar con un motor eléctrico, porque no podemos permitirnos incrementar la carga por encima de la capacidad del catalizador… salvo que montemos un segundo catalizador, que también vamos a tener que calentar. El coste de todo lo anterior va a ser elevado… de manera que es posible que, por el camino, veamos a algún fabricante recurrir a la inyección de agua.
Actualmente existen motores con recirculación avanzada, pero ningún fabricante ha sentido la necesidad de dar el resto de los pasos. Sin embargo, con la llegada de la Euro 6d-Final, es indiscutible que van a tener que recurrir a algunas de estas medidas… o a todas, combinadas.
Escrito por Álvaro Sauras